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La soberanía, sólo cuando les conviene

¿Quién los entiende? Los mismos grupos que se oponen a que haya elementos de las fuerzas armadas mexicanas en las misiones de paz de las Naciones Unidas, los llamados cascos azules que participan en la resolución de conflictos en tantas partes del mundo, desde Haití hasta el Sahara Occidental, son los que parecen preferir la existencia de tribunales internacionales para juzgar crímenes cometidos en México. En un caso creen que se pierde la soberanía, en el otro simplemente que ésta es negociable.

Actuar en las misiones de paz de la ONU es un compromiso que debe adquirir cualquier democracia. Todos los países democráticos que integran la unión de naciones tienen algún protagonismo en esas misiones, que suelen ser de corte humanista y para preservar la paz. Intervenir en esas misiones fortalece, además, los vínculos entre los pueblos y los compromisos recíprocos, mientras en el terreno eminentemente militar sirve también para socializar conocimientos y aprender (y enseñar) habilidades necesarias en el desempeño de las fuerzas armadas modernas. Rechazar que el país sea incluido en esas misiones porque afectan la soberanía es, por lo menos, una tontería.

Por otro lado, es verdad que México como un país que ha suscrito numerosos tratados mundiales se debe acoger a lo que los tribunales internacionales y las distintas instancias multilaterales establecen con base en esos convenios. Pero una cosa es aceptar esa pertenencia y otra hacerlo en forma acrítica y doblegando la propia soberanía de nuestros tribunales y leyes. Quienes plantean que haya tribunales internacionales (o comisiones internacionales que hagan funciones de ministerios públicos supranacionales) para juzgar crímenes terribles, pero del orden común cometidos en nuestro territorio, son los que sí están dispuestos a vender la soberanía a cambio de consolidar una agenda política.

En casos como Ayotzinapa o Tlatlaya la justicia interna funciona y lo hace eficientemente. En torno a los sucesos de Iguala hay más de 100 detenidos y procesados; buena parte de los autores materiales está tras las rejas y confesa; existe una investigación seria que ha permitido determinar la sucesión de hechos que se dieron esa noche y por qué ocurrieron. La investigación del llamado grupo de expertos de la CIDH coincide con la mayor parte de esa indagatoria, pero intentó, en los hechos, alimentar la agenda de algunos de sus actores internos con las conclusiones de su “experto en fuego”, José Torero, que estableció que no se podían incinerar en el basurero de Cocula los cuerpos de los jóvenes. Por supuesto se equivoca y así lo demostraron decenas de peritos nacionales y extranjeros. La averiguación de los expertos ha resultado en ése y en otros temas plagada de errores y sustentada en supuestos, comentarios, versiones, en lugar de en pruebas, lo que sí ha hecho la investigación de nuestras autoridades judiciales.

En el caso Tlatlaya, que también se quiere que termine juzgado por grupos o comisiones extranjeras, se dictó la libertad de cuatro de los siete soldados detenidos porque la acusación, simplemente, carece de pruebas.

Nuestros extraños defensores de la soberanía por razones equívocas en los casos en los que la misma no está a debate, pero que están dispuestos a vulnerarla cuando les conviene, bien podrían hacer suya la frase de Groucho Marx: “éstos son mis principios; si no les gustan, tengo otros”.

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