Stephanie, el chisme y la crisis
El fin de semana pasado fue terrible en términos de violencia. Hubo 105 asesinatos en 17 entidades del país, incluyendo diez personas muertas e incineradas en Michoacán; tres jóvenes desmembrados por su amigo de 17 años, acosado por los celos, en Milpa Alta; ajustes de cuentas entre bandas criminales y, decían las primeras informaciones, una joven que había aparecido desnuda, golpeada, muerta, arrojada en una calle de la colonia Nápoles. En cuanto trascendió esa información se comenzó a hablar de un feminicidio.
Stephanie Magon, modelo colombiana, de apenas 23 años y sólo un par de meses de residir en México, era la joven encontrada sin vida; no había sido asesinada, todo indicaba que se había suicidado. Eso lo supieron muy rápido los peritos de la Secretaría de Seguridad Pública que llegaron al lugar; se enteraron de que la joven vivía en unos cuartos de azotea que rentaba en un edificio frente al lugar donde había aparecido y cuando se hizo una primera revisión de la vivienda no se hallaron huellas de algún tipo de violencia pero sí su ropa ordenada.
Algo que habla muy mal de cómo comunicamos en los medios lo demuestra que salvo Carlos Jiménez, reportero de La Razón, nadie indagó el tema y todo el mundo se fue con la versión de la joven torturada, golpeada, asesinada y arrojada a las calles de la ciudad. Incluso cuando se supo, gracias a lo publicado por La Razón, que la joven se habría arrojado desde la azotea se puso en duda la información (cuya fuente eran las propias autoridades) y hubo algunos que quisieron crear un nuevo caso Narvarte.
Para colmo, el presidente del Tribunal Superior de Justicia (TSJ) de la Ciudad de México, basándose en información periodística, no en peritajes, “confirmó” que la muerte de Stephanie había sido por golpes, tortura, etc. Unas horas después tuvo que ser desmentido por un comunicado del propio TSJ, pero la versión del asesinato estaba nuevamente allí. Y otra vez la mayoría de los medios se fue con ella.
Fue a partir de allí, después de 72 horas de confusión, cuando se comenzó a trabajar para difundir lo que realmente había sucedido, cuando se divulgaron las pláticas con vecinos, con amigos, lo que había ocurrido en el Foro Normandía, un after donde pasó Stephanie sus últimas horas y donde habría consumido una droga sintética llamada flakka; cómo bajo los influjos de la droga se desnudó en los baños; cómo fue llevada por dos amigos hasta su cuarto, donde la dejaron, y cómo despojándose otra vez de sus ropas se arrojó desde su azotea a la calle, cayendo primero sobre un árbol que la lanzó a unos metros de su vivienda.
Ésa fue la triste realidad del fin de Stephanie. Hay mucho qué aprender de ello; por ejemplo, la capacidad de destrucción de ciertas drogas; el poco sentido de solidaridad que puede existir cuando alguien se encuentra en ese trance; sobre los mecanismos que se activan para que alguien quiera volar desde su azotea. Pero también que las autoridades deben ser mucho más precisas y rápidas en divulgar la información para que no se creen historias como las de un feminicidio en un contexto en el cual muchos medios se van con versiones, suposiciones e invenciones en lugar de investigar lo sucedido.
Lo de Stephanie es una tragedia personal que se hubiera podido evitar, simplemente, con que alguien se hubiera quedado con ella cuando era evidente que estaba mal. La droga que consumió se debe averiguar de dónde vino porque sus efectos ya sabemos que pueden ser letales. Pero también se deben tener políticas de comunicación en estos temas, mucho más ágiles y precisas, al tiempo que los comunicadores y los medios debemos ser mucho más exigentes con nuestra propia forma de informar. La de Stephanie es la mejor demostración de cómo un chisme se puede convertir en información y de cómo una tragedia personal estuvo a punto de volverse un irresoluble conflicto político.
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